Desde que tengo memoria, he sentido una conexión profunda con los animales. Para mí, no solo son seres que necesitan cuidado; son compañeros de vida que merecen empatía, respeto y comprensión. Sin embargo, mi historia no es la típica de alguien que siempre supo que quería ser veterinaria. Es la historia de alguien que, siendo una persona con autismo y una enfermedad genetica (ehlers danlos), tuvo que superar más retos de los que imaginé para encontrar mi lugar en esta profesión.  

Cuando decidí estudiar veterinaria, ingresé a una universidad privada, emocionada y llena de sueños. Sin embargo, pronto descubrí que el método de estudio no era el adecuado para mí. Como alguien que vive con autismo, los entornos estructurados y previsibles son esenciales para mi aprendizaje. Pero allí, me encontré con un sistema que no se adaptaba a mis necesidades. Las clases saturadas de estímulos, la falta de claridad en los procesos y la presión constante comenzaron a afectar no solo mi rendimiento académico, sino también mi salud mental.  

A pesar de las dificultades, no me rendí. Aprendí a escucharme, a entender que pedir ayuda no es un signo de debilidad, sino de fortaleza. Decidí cambiar de rumbo, buscar una institución y un método que se adaptara mejor a mi forma de aprender. Encontré un lugar donde mis diferencias no eran vistas como obstáculos, sino como una fortaleza que me permitía observar el mundo desde una perspectiva única.  

Hoy, no solo soy una estudiante de  veterinaria; soy una educadora y una inspiración para quienes sienten que el camino tradicional no siempre es el indicado para todos. A través de mi contenido, busco no solo enseñar, sino también demostrar que cada persona tiene su propio ritmo y forma de aprender, y que eso está bien.  

Mi diagnóstico de autismo no me define, pero sí me ha enseñado el valor de la perseverancia, la empatía y la autenticidad. Ser diferente no es un impedimento; es un superpoder que me permite conectar de una manera especial con los animales y con las personas.